24 dic 2008

PRÍNCIPE ABYECTO

Estábamos sentados a la mesa, con la comida enfrente, pero ninguno de los dos podía deglutir del todo bien. Lorena es muy terca, siempre pone demasiado comino a la carne, aun a sabiendas que eso me mata. Desde chico he sufrido un mal un poco extraño que provoca que el comino hinche mi garganta hasta volverla una sutil pelota de playa. Es extraño porque no me prohíbe respirar, sin embargo es imposible dejar de notar aquello: con el cogote totalmente inflamado, las amígdalas hacen las veces de dos botoncillos saltones que suplican en voz parsimoniosa –oprímeme, oprímeme. Sumémosle a eso que es tal la magnitud de la hinchazón, que si me pintara de verde moteado en semejantes ocasiones, bien podría pasar por un hombre-sapo. Pero a pesar de lo infructuoso que es para mí el comino –hablando, claro, de cuando quiero engullir mis alimentos en paz– a ella le encanta. Dice que el sabor que le da a la carne destaca un cierto nivel de lujuria deliciosa.

Es necesario aclarar que si ninguno podía pasar bocado a gusto era, el uno por comenzar hacer gárgaras con su propia saliva, que al hinchárseme el cogote suele efervescer de manera excesiva, pero la otra debía echar la culpa a los constantes suspiros, que por muy lánguidos que fuesen al principio, tendían a ir en crecendo lentamente hasta convertirse en una agitada respiración orgásmica.

Pobre Lorena, es incapaz de controlar sus ímpetus. Apenas y lleva la mitad del filete su silla chorrea un líquido que hiede a mantequilla rancia. Siempre y cuando el filete lo hubiere preparado ella misma. En esta casa se come carne ocho días a la semana, y nunca blanca, siempre tiene que ser roja y sanguinolenta, bien aderezada con especias. Esa noche el platillo principal consistía en carne magra. La verdad que en ocasiones la imaginación no le cunde mucho a mi mujer.

La televisión de fondo si emitir ruido alguno, sólo amedrentándonos con su luz. Ningún foco prendido. La madera rechinando. Y unas cuantas gotitas de savia con su plump-plump golpeteando contra el piso. Lorena que no pudo resistir llevarse el cuchillo al pecho para calmar con el frío metal la llama que ardía en su corazón, tan hinchado para entonces como mi propio cuello.

Yo la observaba, me gustaba observarla cada vez que se le metía el demonio.

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