28 dic 2008

¿ESTÁS AHÍ?

Silencio envolvente. Siempre el dolor del silencio. La habitación invita a la tranquilidad. A ella, dedicada siempre a la lectura. En silencio. Desde fuera, las voces de los transeúntes alcanzan a entrar por la ventana. Susurros del tiempo que alcanzan sus oídos. Y los murmullos que dialogan con ella. El primero que dice: “Brunilda no es la flor que aparenta, ¿cómo habría de serlo si se deja malorear por el consorcio varonil?”. Cuando un otro le ataca en segundo flanco: “Cuánta vanidad envuelve las huestes caballerescas. Doce espadas que chocan al país… o por su país… tal vez simplemente apuntan hacia algún país… ¿porqué no alguna tierra lejana?”. De pronto, el silencio volviéndose vacío. Las voces aparecen y desaparecen de la habitación para dejarla a veces sola junto a una vela. Quiere librarse el desasosiego. La mente no rinde una página más. En la puerta contigua, sobre el pasillo, se encuentra el cuarto de los niños, los cuales hasta el momento dormían. Ya no. Algo parece haberlos despertado.

— Antes me susurrabas al oído, como si quisieras seducirme, te adentrabas en mí y viajábamos de la mano entre campitos de rosas. Los ruidos de la habitación contigua aumentan de volumen hasta volverse insoportables.

— Fue hasta aquel día, cuando la viste ahí, sentada en la colina. Se erguía como la sierpe que busca su almuerzo manzanero. Te vio, y tú te prendiste a ella, como asediado por una pasión revoltosa y altanera.

Pasado y presente conjugados en un solo espacio. Levanta la cabeza. Busca qué provoca tanto barullo, aquello que la profana, mas no distingue nada más allá de la luz de la vela. No logra concentrarse en la lectura.

—Y huyeron juntos, hacía el horizonte, como en las novelas. A pesar de mí. Patética.

Una ráfaga de aire irrumpe la ventana, como un pequeño tornado que busca alterar la poca tranquilidad que le queda. De manera fallida, intenta apagar la flama que ilumina el rincón noreste del despacho de su padre. No obtiene resultados. De nuevo ataca el segundo frente. Vuelto un chiflón, el viento consigue opacar la luz en un zumbido, y una vez logrado su objetivo rodea el candelabro. Una muerte tenue. Al final la oscuridad. La medianoche se enciende. Sigue el camino de sus antecesores. Y queda a ciegas.

Ella. No entra en cuenta de cómo su lectura se ha convertido en un concierto de voces y silbidos de viento, en medio de la oscuridad. Tantea un poco entre las cosas del escritorio. Busca. Una cajilla de cerillos. El sitio, durante el día dedicado a albergar números y notas, se transforma en una especie de cámara de tortura. Cámara inquisidora, sin interrogaciones. Un siglo encima de otro.

Las voces desaparecen. Los niños duermen. La calle se encuentra vacía, pues el regidor impuso toque de queda. Escucha truenos a diestra y siniestra. Piensa que hay demasiada acústica en el lugar. Anuncian tormenta, y las nubes cubren toda la ciudad. La naturaleza profana los alrededores de la casa con la frescura clásica de las lluvias a mediados de mayo. Brilla una estrella. Ilumina el piso frente a la ventana. Un relámpago derrumba las ramas del árbol que adorna el patio. El lento desquebrajar de la corteza parece durar eternidades, pero al fin se agota. Choca contra del suelo, y tras de sí retumban las paredes de toda la casa. Los sonidos de la habitación de al lado regresan. Su eco gime dentro de ella. Y pasan los minutos.

Se hace la fuerte. Finge estar tranquila:

— Debe ser algún juego nuevo. Y ataca un último trueno. Se acompaña de un rayo. El flash del cielo resplandece. Las pupilas se dilatan, incineran la mirada. Cuando todo se vuelve en negativo escucha rechinar una puerta. Parece decir: Elisa.

Con los nervios de punta, siente desvanecérsele el alma. Tiembla. Su aliento se agita. Respira profundo. La boca reseca, agrietándole la lengua. Espasmos. Silbiditos en la escena. Todo se alterna con el rápido latir de su corazón.

Escucha gritos, dentro. En ella. Como si hubiera una voz en su pecho, que pronuncia su nombre sin parar. Desde el lugar donde duerme la vela escucha una carcajada que rebota en cada fibra de su ser. Otro eco espectral. Al fin reacciona. Razona:

— No es nada, me estoy volviendo neurótica.

Pareciera que el tiempo se detiene y gira entre silencios. De repente escucha el llanto de un niño. Se levanta. Camina hacia el sonido. Quiere consolarlo: inocente portador de las desgracias. No mira sus pies. No tiene sombra. Se abre la puerta del despacho, con un halo de luz. Chilla de par en par. Unas botas de trabajo pegan contra el piso, o al menos así le parece por el golpeteo de la suela. Paso a paso, el espectro de un hombre atraviesa el umbral. Cuando alcanza a observar su rostro da media vuelta para darle la espalda. Es un rostro conocido que había pretendido olvidar. Siente una mano que le alcanza el hombro derecho. Acto seguido, acaricia débilmente su mejilla con el índice.

Ella permanece indiferente. Él aparece sin rostro. Su cuello es muy largo. Una sensación de vacío, tiembla y le dice:

—Creí que estarías con ella.

No estaba. Algo le oprime la espalda. Esta frío. El clic del cargador de un calibre .22 le dibuja una mueca de temor en el rostro. La voz del hombre es de pronto como una aguja, desgarra sus tímpanos:

— ¡Somos dos!

Una descarga de pólvora parece también gritar, y recorre de polo a polo la noche, seguida por un cuerpo que choca en el suelo. Estruendo. Nada. Silencio. Silencio indolente. A la primera luz, el amanecer la encuentra con los ojos cerrados. Sostiene un libro en la mano. Su espíritu se ha marchado a los nibelungos…





Publicado en:
Calidoscopio. Cuentos Estudiantiles. Compilación: Silvia Garza Piña. Facultad de Filosofía y Letras (UANL), Monterrey [México]: 2006. ISBN: 9706942920

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