28 feb 2009

ALLÍ ENTRE BRAZOS

- Every solemn moment I will treasure inside
even though it's hard to understand
that a silent wind can blow that candle out
taking everything leaving the pain far behind -
Glory to the brave, Hammerfall.


Las seis de la mañana. Apenas comenzaba a despuntar el alba en unos cuantos rayitos de luz azulada y otros amarillentos atravesando los arbustos chaparritos alrededor del parque. Así se avisaba el inicio de una nueva jornada, con la noche guardándose entre los árboles legañosos.

En realidad, era poco ordinario ver un despertar así en San Jorge. Apacible pero extraña, la mañana era muy diferente a las que se ven comúnmente en la ciudad. Si ya de por sí, cuando llega el invierno, el cielo se distingue por tener una apariencia algo lúgubre, aquel día en que el joven salió a trotar lo era más aun; con unas cuantas nubes grisáceas que revoloteaban por el aire, muy arriba, como si jugasen a los quemados. Los espectros del sol se amodorraban a ratitos, escondiéndose tras de algún cirro para después resplandecer o cortar su brillo entre las ramas de los cipreses. Se dejaban también, unas y otros, reflejar en la superficie de la fuente, por la cual ya había pasado un par de veces, y su imagen galopaba sobre las aguas.

La verdad, todo el conjunto sugería un ambiente extravagante.

Él hacía sus ejercicios habituales, muy de mañana por el parque, gracias a que no quedaba lejos de casa. Su doctor de cabecera le había recomendado actividad al aire libre para que su condición física mejorara, a pesar de que el chico sentía que su estado de salud era perfecto. Sin embargo, no ponía ningún pero a la prescripción, pues el parque le gustaba sobremanera, poco transitado antes de las siete, hora en que la gente de los suburbios comienza sus labores diarias y salen todos a desfilar como hormiguitas.

Normalmente acostumbraba salir desde las cinco cuarenta de la mañana para poder llegar aproximadamente a las seis en punto y comenzar el recorrido, siempre con la misma ruta. Empezaba por la entrada de la calle Degollado, que le traía directamente de casa, y emprendía a partir de ahí una leve caminata mientras disfrutaba del frescor, con el aire medio denso y medio húmedo debido a la cercanía con la costa. Hacerlo así, desde temprano, le daba el tiempo suficiente para, a la hora en que se deja venir el gentío por los caminitos empedrados del parque, retirarse a dar un baño de agua fría, y todavía desayunar un tanto de fruta para mantener al estómago entretenido camino al trabajo.

Aquella mañana de martes no variaba de las anteriores ni de anteriores martes en lo más mínimo, salvo acaso porque el aire a soledad era más intenso de lo acostumbrado.

Todavía no daban las seis y media cuando la vio. Ella estaba sentada a un lado de la fuente, casi a punto de ser mojada por el chisporroteo del agua, en una banca color verde mate de aspecto miserable por el oxido. La vestimenta de la chica no hubiese tenido nada fuera de lo común: jeans, sandalias blancas un poquito empolvadas, y una blusa sin mangas de color azul; todo un atuendo veraniego. Pero algo raro para salir a la calle a mediados de Enero, más aun por la hora.

Tenía un aspecto medio enfermizo. Blanca, demasiado, con la piel casi traslúcida y los ojos, a pesar de tener el rostro inclinado hacia abajo, alcanzaban a vérsele enmarcados por una línea menguante, amoratada, que daba enorme énfasis al párpado inferior. Y se recordó a sí mismo frente al espejo cuando pasaba noches enteras frente a los libros de contabilidad para los cortes de mes. Lo que más le llamó la atención, debido al semblante cabizbajo de la chica, fue que parecía no pasar de unos diecinueve o veinte años. No estaba acostumbrado a ver a una persona de esa edad cuyo aspecto no fuera la jovialidad andando. A pesar de que tenía poco tiempo en la zona costera y desconocía la forma en que la gente se manejaba por ahí, supuso el caso un tanto anormal.

En primera instancia siguió con su ejercicio, sin importar la peculiaridad de la situación. Total, ¿qué dificultad sería tan fuerte como para molestarla o molestarse en preguntar qué sucedía?

Varios y distintos pensamientos le cruzaron la cabeza. Pero no… no es correcto meter la nariz en donde no te llaman. Así que decidió continuar y dar una par de vueltas más, hasta que la ruta de siempre le condujo al mismo sitio una vez más.

De ahí que hubo otra cosa. A pesar de la fachada escuálida de la chica, y la extraña mueca de desengaño que se dibujaba en su rostro de perfil, pudo verle muy hermosa. Su perfil medio sajón, conjugado con algunos rasgos orientales, con la nariz delgada y la quijada tan fina, emulaba a la perfección los dibujos de Nefertiti que vio cuando estudiante en los libros de historia universal, y que de pronto saltaron a su mente. Decidió observarla a detalle.

La imagen, fusión de actualidad y recuerdos, lo ciñó de pronto a ella. Era imposible dejar de mirarla.

Tras meditarlo un poco, sin detener el trote que cambió a ligero, se decidió a entablar conversación con ella, a pesar de poseer poca experiencia con las chicas. Pero sin darse cuenta rebasó la banca, y optó, pues, por pensar bien qué conversación sería buena seguir, o al menos intentar al comienzo, antes de volver a pasar por ahí.

Esperó hasta dar otra vuelta, planeando la manera de hacerse notar, pero esta vez recortó el camino por un par de brechas que le sirvieron como atajos y que, aunadas a una singular carrerilla bastante acelerada, lo condujeron de nuevo a la banca en apenas unos minutos. Y ahí permanecía, como si fuese decoración, cual mera estatua en los alrededores de la fuente. Al aproximarse bajó la velocidad, no sin aparentar cierto despiste.

Avanzó ya sólo unos pasos y llegó a su lado. No obstante, se detuvo antes de entrar completamente al rango de visión de la joven, quien no dejaba de observar el piso como si esperara que algo sucediese, como si en cualquier momento fuera a surgir un árbol enorme que llegase hasta el cielo para poder subir a través de él, tal cual sucede en los cuentos infantiles.

Toda ella era la viva imagen de la indiferencia. Pero él mantenía firme la intención de auxiliarla en caso de que algo no anduviera del todo bien, con la esperanza de que el tiempo le alcanzara para hacer su buena acción del día y llegar a trabajar a la oficina. Por qué no, sacarle de pasada el teléfono. La brisa adornaba todavía el amanecer, y faltaba ya poco para que sol brillara totalmente, apuntando el lugar en donde se encontraban, sin importarle ramas ni hojas, ni siquiera las gotas salpicantes de la fuente.

Tomó asiento junto a la chica, simulando cierto ajetreo en la respiración. Al principio pensó guardar silencio y limitarse a jadear, hasta que por fin se decidió por hablar.

El clima parece muy condescendiente para estar en pleno invierno… ¿no? – Dijo con simpatía, pero ella no respondió.

Apenas y estaremos a unos doce grados – Mutis de nuevo.

Sintió su rechazo, pero al cabo se dio cuenta que el que lo hubiese ignorado era porque estaba totalmente ida. Y se mantuvo callado, un poco temeroso por la joven; incluso por sí mismo, por andar de cuzco sabrá Dios con quién.

Se dio a la tarea de estudiar la situación. Parecía obvio que la chica se encontraba acongojada por algo. Daba la impresión de que le hubiesen robado el alma, aunque tampoco era parapsicólogo. La verdadera pregunta al final era qué o porqué había llegado a tal estado de inanición, y más aun en un lugar público casi de madrugada. No parecía ser una ebria perdida ni mucho menos.

Decidió demostrar algo de empatía a lo que fuese que le estuviera pasando, e intentó de nuevo incitarla a charlar.

Disculpe, señorita, ¿le sucede algo?… – Pregunta insulsa, cierto. Y la cual de igual manera se perdió en el aire sin respuesta. Entró en cuenta que sin embargo la interacción, si es que se le podía llamar así, daba ya buen comienzo cuando la chica de pronto se conformó con devolver un suspiro a su “interlocutor”.

La luz a medias tintas pareció el reflejo de lo que estaba sucediendo. Daba la impresión que de repente a alguien se le ocurrió apagar el sol, menoscabado, ya por el ambiente, ya por el cielo aborregado, y se nublaron los alrededores.

Estaban ahí, sólo dos jóvenes que nunca se habían visto. La una perdida en su introspección, el otro sumido en ansias de conseguir cuando menos dar un paso justo entre la enramada de sensaciones que se había creado en su interior.

El joven pensó en la magia del amor, o algo por el estilo, que ya no actúa como antes, en tiempos de las novelas, esas que leyó hará unos años cuando iba al colegio. Ahora la química dirige la acción de los amantes, buscándose en el simple flirteo, aunque no estén destinados para nada, o no muestren disposición de estarlo.

Y seguía sin más, pensando y pensando idioteces.

Para acabarla de joder se sintió patético; veinticinco años en su haber: ya era “todo un hombre” y no podía mantener, ni siquiera iniciar una conversación con una mujer. Adjudicó su patetismo a que cuando era más joven dedicó demasiado tiempo al estudio, y excesivamente poco a sí mismo; sin fiestas, reuniones ni celebraciones de ningún tipo. No asistía a uno solo de los festejos que sus compañeros llevaban a cabo con cualquier pretexto para poder desvariar y filtrarse las tensiones, sin mayores ánimos que tomar unos tragos y divertirse.

Se detuvo y dejó de pensar en ese momento. Tras estar en pleno vuelo entre recuerdos y sandeces, aterrizó de nuevo en la banca. El motivo fue que notó cómo ella había movido su mano derecha para colocarla sobre el muslo, de él.

Ambos permanecieron impasibles un instante, pero el hecho que demostrara un trazo de vida le sobrevino cierta exaltación. No era una escultura, no era una estatua y estaba viva, y pareció reaccionar a sus anteriores intentos por conseguir arrancarle una palabra de la boca. Volteó el torso hasta quedar de frente a la joven y la miró fijamente.

No, tal vez fue su imaginación engañándolo, no dio más signos de movimiento. Hasta que, de un momento a otro, la respiración de la chica empezó a agitarse, y aquel inmutable rostro, que parecía hecho de piedra, cobró vida gracias a lo vertiginoso del aliento.

No le dio tiempo al joven de emitir palabra alguna. Apenas intentó decir algo, ella habló, con la voz cortada por la rápida exhalación bucal, aunque con un tono tan armónico que pareciera angelical.

Anoche huí de casa… no podía estar con él… no podía soportar la idea de pensar… mi último día… en una habitación tan fúnebre… tan solitaria… tan amarga… – Dijo y de nuevo se detuvo, en seco, así como lo hizo el aire que expiraba y apareció un poco de rubor sobre sus pómulos.

Él, extrañado por la confesión que tan de repente acababa de hacer la joven, se congeló. No pudo articular sonido por la sorpresa, así que la única reacción que le permitió el estupor fue tomarle la mano que descansaba sobre el muslo. Cuando la tocó, ella apretó de inmediato, como en respuesta a una caricia pero con tan poca fuerza que creyó que se iba a desvanecer a su lado. Y entonces continuó:

Diecinueve años… casi imposibles… – En este punto su aliento volvió a acelerarse –…apenas y puedo diferenciar las calles… hoy debería de estar en clases… y ya cometí mi primer error… una mala decisión… Y duele… duele como un aguijón… por qué lo hice… No fue amor… era un engaño… ¡me engañó!… se volvió en contra mía… se evaporaron las promesas… flotaron y se fueron… y cambió… todo cambió… su rabia… sobre mí… tanto alcohol… tantos sueño desvanecidos… en un instante… y alcancé a escuchar cómo… mis costillas reventaron… y mi corazón… sin ser culpable… más que de amar… de amar… de amar… – Y volvió a quedar callada.

Más que pena, él sintió cómo un profundo sentimiento de aflicción nacía de sí. Un mundo ajeno, totalmente desconocido se le abrió enfrente. Una golondrina aleteó desde uno de los cipreses que se hallaban alrededor, y el ruido que emitían sus alas se fue desvaneciendo poco a poco hasta que dejó de escucharse. Ella permaneció en la misma posición. Él no volteó; sabía que el ave se estaba alejando. Se concentró en la joven. Oprimió el dorso de la mano que envolvía con la suya. Y ésta tembló.

Se sintió tan allegado a ella que por un minuto fue víctima también, y desde lo profundo de su mente se aventuró a decir, mientras clavaba las pupilas en el suelo:

Siempre habrá otros amaneceres; de esos que invitan a comenzar de nuevo… - Sonrió - …y sin importa cuánto se sufra, la oscuridad no es eterna… Llega un tiempo en que se va, y si llega a volver nos encuentra preparados para su regreso… – Dijo en tono de réplica. Y así fue que ya no habló. Y esperó.

Se mantuvieron en silencio. Ella volteó a mirarlo.

Hay ocasiones en que el tiempo se termina… la gente con el tiempo se va… termina su ciclo… se vuelve un jamás… y desfallece… – Contestó tiritando.

Ella comenzó a toser. Él la sujetó entre sus brazos. Intentó tranquilizarla cuando notó que comenzaba a convulsionar. A lo lejos las campanas de la iglesia tocaron las siete en punto.

Su cuerpo se tambaleó hasta caer completamente sobre las piernas del joven. Ahí permaneció estática. Sin embargo, su rostro había cambiado, ahora dibujaba una sonrisa, similar a la de lo bebes que tras mucho buscar encuentran el abrazo de su madre, y ahí la tranquilidad añorada, el calor que otros lugares niegan.

Tosió de nuevo. Un solo tosido más fuerte, y un flujo de sangre brotó de su boca. Casi sin parpadear la cobijó con su propio cuerpo. Ella cerró los ojos, abrazó las piernas del joven. No se movió más.

Él extendió lo brazos por encima de sus hombros y apretó con fuerza hacia su pecho.

Una gota surgió, seguida de varias más. Nacían en el lagrimal, recorrían las pupilas y los párpados, y tomaron camino hasta que huyeron de la barbilla del joven. Una por una, tocaron el aire. Tocaron la mejilla de ella como si desearan darle un último soplo de vida.

Una… dos… tres fueron suficientes para que la chica se reanimara unos segundos. Giró la cabeza hacia arriba y miró a su acompañante directo a los ojos:

Ya es tarde… tengo que dormir… – Musitó para después encunarse, abrazándole las rodillas. Y una vez más quedaron quietos.

Comenzó a sentirse fría, su piel se heló de esa forma en que lo hacen las aguas del mar con el surcar de la tarde, siempre tan apacibles. Los nubarrones que hasta entonces continuaban cubriendo el cielo se disiparon para dar paso a la luz del día. La golondrina, tras haber vuelto de su vuelo, se posó sobre una ramita de ciprés, justo frente a ellos. Observó a la pareja detenidamente, girando la cabeza lado a lado en plena gurrumina de inconciencia, y se sumió en la misma congoja que los envolvía… que lo envolvía a él.

El parque se abarrotó de transeúntes, y el gentío se dejó venir por los pequeños senderos empedrados de la arboleda. Llegó un punto en que las personas eran tantas, todas sumidas en sus propios asuntos, que el pajarillo ya no pudo verlos.

Aun, al último vistazo que pudo darles, permanecían abrazados. Y sus nombres, aunque no los recuerdo, se perdieron entre la multitud…

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